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¿Democracia en España?
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Se da por sentado que en España rige una democracia,  por la mera contraposición entre el régimen de Franco y el vigente de 1978. Sin embargo, una más atenta aproximación a nuestra realidad política nos conduce a otra conclusión. Las más elementales exigencias democráticas son burladas por el actual régimen de monarquía parlamentaria, territorialmente estructurado como “sistema de las Autonomías”, que supone la amalgama de diversos ingredientes oligárquicos:

 

Monarquía

La última restauración borbónica había sido prevista por Franco como un capítulo de su Estado “orgánico”. Posteriormente, la oposición “civilizada” al franquismo, tan aterrorizada como éste ante el peligro de una explosión democrática, se avino a adosar al juancarlismo un mecanismo liberal parlamentario. Pero pese a ese tenderete representativo, la propia institución monárquica supone la quiebra del principio esencial de igualdad ciudadana al quedar reservada la Jefatura del Estado a un miembro de la dinastía Borbón.

Por otra parte, tampoco es esa monarquía un parapeto de la unidad de España, ni salvaguarda de la convivencia armónica en su seno. So­brevuela un "Estado" que, tras servir de cucaña a los partidos mayoritarios del Régimen, es objeto de distri­bución entre los "nacionalismos históricos", unas fuerzas que ocultaron bajo la capa del anti­franquismo el nervio esencial de su movilización: su hostilidad mortal hacia todo lo que evoque el nombre de Es­paña.

El Partido Nacional Republicano afirma en el primer punto de su Programa: “República española única e indivisible. La soberanía nacional residirá en el conjunto del pueblo español: ningún territorio, grupo o individuo podrá usurpar facultades inherentes a su ejercicio. Igualdad de los españoles ante la ley y en cuanto a condiciones sociales de desarrollo, con independencia de la región en que hayan nacido”.

 

Estado de partidos

El PNR preconiza una “República presidencialista, con elección directa del Jefe de Estado por el conjunto de la Nación y nombramiento del Gobierno por el Jefe del Estado”. Postula, además, una “Magistratura independiente, cuya instancia máxima, el Tribunal Supremo, sea elegida por los propios encargados de juzgar y aplicar lo juzgado. Fiscalía igualmente independiente, con fuerzas de seguridad  exclusivamente subordinadas a la misma”.

La Tercera República que España necesita no puede ser de nuevo una república parla­mentaria, como lo fue la Segunda. Estamos contra el Estado de partidos, ya sea  monárquico constitucional o republicano liberal.

En un principio, los partidos políticos concurrían bajo los sistemas de gobierno parlamentarios en algo parecido al régimen económico de “libre com­petencia”. Esta fue todavía la situación bajo la Segunda república española. Pero como fruto de la “libre compe­tencia”, surge el oligopolio y el monopolio. Después de la segunda guerra mundial, los partidos principales en Europa se han transformado en oligarquías políticas que se hacen plebiscitar  periódicamente merced a diversos medios de manipulación.

Desde su mismo comienzo, el régimen del 78 es un régimen de partitocracia. Bajo el mismo, la participación popular se reduce a elegir entre alguna de las listas cerradas que se elaboran desde unos comités incontrolables. Tiene una sola función: legitimar un curso político al servicio del medro del partido o partidos en el gobierno, en contacto con las cúpulas del mundo financiero y empresarial, empezando por las que regentan los medios de comunicación.

Los resultados electorales disparan una carrera frenética por el reparto del Estado, de arriba a abajo, entre los directivos, séquitos y clientelas de los partidos triunfantes. Con ello, las instituciones quedan vaciadas de todo significado.

Así, las actuales Cortes Generales se limitan a escenificar disputas o negociaciones en torno a los intereses de las diversas banderías de la oligarquía partidista. Los órganos superiores de la función judicial y las propias instancias de defensa de la Constitución son provistos según cuotas de partido. La fiscalía general del Estado es, en realidad, una fiscalía del partido que gobierna en cada momento. La policía nacional sigue la misma dinámica, al depender de un aberrante Ministerio del Interior y no de una fiscalía independiente.

En cuanto a las funciones de gobierno, los partidos no se contentan con ocupar sus niveles propiamente políticos; invaden además sus estructuras administrativas, "complementándolas" con legiones de "cargos de confianza". Igualmente, se produce el copo sistemático de los órganos rectores de los entes autónomos y empresas públicas en todos los niveles de la Administración.

En los últimos tiempos se registra un creciente rechazo popular de la corrupción política. Tal rechazo es imprescindible pero, hoy por hoy, muestra unos claros límites. No apunta todavía al cuestionamiento del Estado de partidos. Ahora bien, la tendencia a la conversión de la partitocracia en cleptocracia, gobierno de ladrones, acompaña inexorablemente a la evolución de dicho Estado.

 

Estado de las autonomías

Un orden democrático se halla integrado por ciudadanos iguales “ante la ley y en cuanto a condiciones sociales de desarrollo, con independencia de la región en que hayan nacido”. Por el contrario, con la vigente Constitución se ha configurado a nuestra patria como un inestable ensamblaje de conglomerados basados en las particularidades lingüísticas y acerbos culturales que debieran hallar justo tratamiento  al margen de una estructuración territorial del Estado. Así se ha otorgado carta de naturaleza a las coartadas “identitarias” de los nacionalismos anti-españoles.

Esos nacionalismos no sólo gozan de patente de corso sobre determinadas regiones. Han obtenido, además, una presencia a veces decisiva en las Cortes Generales, merced de un sistema electoral que ha primado su representación. Todo ello desemboca en una situación insostenible. Cualquier democracia se ha de formar sobre una base homogénea. Esto es, se ha de delimitar quiénes forman parte del “demos”. Resulta inconcebible, tal como ahora, que quienes no pierden ocasión de manifestar su animadversión a España y aspiran a constituir su propia ciudadanía tengan cabida en el marco político-institucional de la nación española.

Ocurre además que la España autonómica glosada como modelo de progreso es un modelo retrógrado de desigualdad: privilegios forales anacrónicos, conciertos económicos exclusivos, distintos regímenes fiscales, imposición de lenguas vernáculas como oficiales, diversidad, según en la comunidad en que se resida, en los derechos y obligaciones y en la prestación de servicios,...

Para mayor escarnio, las reformas estatutarias auspiciadas en los últimos tiempos permiten que  las comunidades autónomas se autoproclamen “naciones” y se atribuyan competencias que aumentan la fractura de la unidad nacional y se imponen burlando la soberanía del conjunto del pueblo español...

Las comunidades autónomas no han corregido en lo más mínimo la ignominia del sistema partitocrático, convirtiéndolo en un factor más de la desintegración política general. Los grandes partidos “nacionales” colocaron a sus  huestes en el nuevo nivel político-administrativo autonómico y esas huestes pasaron a cohabitar con las incipientes oligarquías nacionalistas anti-españolas de algunas zonas. En este nivel se han reproducido todas las taras partitocráticas descritas anteriormente, con la nota particular de una persistente tentativa de control de los municipios. A ello se suma que las filiales de los grandes partidos “nacionales” apuntan una marcada tendencia a emanciparse de sus matrices y a introducir dinámicas centrífugas en la estructura político-territorial.  Lejos de garantizar la “cohesión territorial”, instan las reformas estatutarias que reclaman denominaciones “nacionales” y atribuciones paraestatales. La mayor parte de las reformas habidas hasta la fecha, han sido protagonizadas por los supuestos partidos nacionales, no por los etnicistas anti-españoles.

Por todo ello el PNR preconiza en su Programa: “ordenación territorial en régimen de descentralización administrativa, basada en las Provincias y los Municipios, con sus diversas formas de asociación: mancomunidades, áreas metropolitanas y comarcas. Derogación del sistema de las autonomías, tanto en su versión originaria, como en su actual deriva confederal. Abolición de toda forma de régimen foral, conciertos y demás modalidades de privilegio territorial”.

 

Estado del crimen y la mentira

Desde el 23-F, con su “Elefante Blanco” e implicación de los servicios secretos y de  altos mandos militares, vinculados estrechamente a la Casa Real, pasando por los crímenes cometidos por la trama del GAL, el régimen de 1978 acaba recalando en el 11-M, con sus múltiples agujeros negros.

No se trata de una  sucesión de hechos aislados, de sucesos excepcionales de naturaleza execrable, acaecidos dentro del normal discurrir de un determinado sistema político. Son, por el contrario, consecuencias de la estructura oligárquica del juancarlismo.

La realidad del 11-M, con su vuelco electoral preconcebido, no podrá ser eternamente encubierta con la destrucción y manipulación de pruebas, tramas de confidentes policiales y traficantes de explosivos y supuestas células de islamistas. Por más que para el actual Gobierno, de acuerdo con la versión oficial, todo esté claro y el PP no desee mirar hacia atrás, lo que aparece con cada vez más claridad ante nuestros ojos es una espantosa farsa en la que tuvieron que intervenir muñidores alojados en las altas instancias.

Aquí ya no vale pasar página y echar tierra al asunto por “sentido de Estado” y “para bien de España”. Quien quiera hacerlo para preservar el actual régimen es porque es cómplice del mismo. Por tanto, que nadie albergue esperanza de esclarecimiento total del asunto bajo este régimen del crimen y de la mentira.

Sólo la ruptura con el juancarlismo y sus partidos de la derecha y la izquierda traerá la democracia y, con ella, la victoria de España.